Entre lo que sentimos y lo que decimos

Cuando Freud habló del “sujeto”, no se refería a una persona en el sentido cotidiano. Hablaba de una trama interna, un escenario invisible donde se cruzan los deseos, los miedos y los mandatos.
La superficie del yo —eso que mostramos al mundo— es solo una pequeña parte de un universo mucho más vasto.

Freud nos enseñó que no somos dueños de nosotros mismos tanto como creemos.
Detrás de cada elección, de cada olvido, de cada impulso, actúan fuerzas que escapan a la conciencia: el ello, el yo y el superyó, tres voces que conviven, se enfrentan y negocian dentro de nosotros.

El yo intenta mantener el equilibrio entre el deseo y la norma, entre lo que queremos y lo que creemos que debemos ser.
Pero bajo esa aparente armonía, el ello murmura sus exigencias, y el superyó impone sus juicios.
El resultado es ese constante vaivén entre el placer y la culpa, entre la libertad y la prohibición.

En ese territorio interno, el sujeto freudiano es un ser dividido, atravesado por su propio inconsciente.
No es una unidad sólida, sino un proceso en movimiento, un ser que se construye y se deconstruye a partir de sus experiencias, identificaciones y pérdidas.

Freud también situó el narcisismo como una etapa crucial: esa primera mirada amorosa hacia uno mismo que nos da forma.
A lo largo de la vida, seguimos intentando reencontrar esa imagen ideal, esa versión de nosotros que alguna vez sentimos completa.
Y en esa búsqueda, el sujeto se va modelando: a veces fortaleciéndose, a veces fragmentándose.

El sujeto en Lacan: el ser que habla (y es hablado)

Lacan retomó a Freud, pero lo hizo desde otro punto de vista.
Para él, el inconsciente no es un depósito de deseos reprimidos, sino un lenguaje.
Por eso, su célebre frase: “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”.

El sujeto, entonces, no es dueño de sus palabras: es hablado por ellas.
Somos efecto del lenguaje, del deseo del Otro, de esa red simbólica que nos precede.
Antes incluso de nacer, ya hay palabras esperándonos: un nombre, una historia, un lugar en el deseo de los otros.

Lacan toma de Heidegger la pregunta por el ser, pero la lleva al terreno del deseo.
El sujeto, dirá, no es lo que sabe de sí, sino lo que se le escapa: esa falta que lo habita y que lo impulsa a buscar constantemente algo que nunca termina de encontrar.

También se utiliza como tratamiento para otro tipo de padecimientos que, sin ser necesariamente patológicos, generan malestar en la vida del sujeto: celos, desamor, problemas de pareja, conflictos familiares, dificultades sexuales, complejos, manías, temores…

Pero, además, como hemos comentado, al no limitarse el psicoanálisis a ser únicamente una terapia para curar los males del alma —y muchos otros que afectan al cuerpo—, sino también un medio a través del cual todas las personas, tanto «enfermas» como «sanas», pueden acceder a sus propios procesos psíquicos y conocerse a sí mismas, encontramos un tercer motivo para acudir a la consulta del psicoanalista: el deseo de saber más sobre nosotros mismos.

Es decir, comprender mejor nuestros sentimientos, quizá nuestros conflictos ocultos, pensamientos erróneos, dudas o miedos que pueden estar confundiéndonos y obstaculizando nuestras verdaderas motivaciones y propósitos en la vida.

“Cada sueño es un espejo donde el deseo y la verdad se encuentran.”

– Samuel García

Los tres registros: Real, Simbólico e Imaginario (RSI)

Lacan propone que nuestra experiencia se teje en tres dimensiones:

Lo Imaginario, donde nos miramos en el espejo y construimos una imagen de quién creemos ser. Allí nacen las identificaciones, las comparaciones, las fantasías.

Lo Simbólico, el reino del lenguaje y de las leyes. Aquí entramos en la cultura, en las normas, en el lugar que los otros nos asignan. Somos hablados por las palabras y los significados compartidos.

Lo Real, aquello que no puede ser dicho ni simbolizado. Es lo que irrumpe, lo que desborda el sentido. Lo Real es ese punto donde el lenguaje se detiene y el sujeto se enfrenta con lo imposible de nombrar.


Así, tanto Freud como Lacan nos muestran que el sujeto no es una identidad fija, sino una tensión viva entre lo que dice y lo que calla, entre lo que imagina y lo que no puede simbolizar.

Somos, en última instancia, un entramado de lenguaje, deseo y falta, seres en permanente construcción, tratando de comprender lo que, paradójicamente, siempre se nos escapa.

Síntomas que irrumpen en la vida a través de las distintas manifestaciones del sufrimiento humano, produciendo a menudo intensas conmociones: frustraciones, falta de esperanza, desilusión, soledad, incomprensión, desconsuelo, rechazo, abandono, vacío existencial…

Se produce, por consiguiente, una fractura que afecta al encuadre terapéutico, sacando al paciente de esa postura de pasividad frente a su padecer, donde las claves de su curación están en él. Y es que, hablando con precisión, la salud no es lo contrario de la enfermedad. La salud es una construcción. Es algo nuevo, no un retorno a un estado previo al dolor, puesto que lo que retorna es, precisamente, lo reprimido. Es decir, aquellas cargas afectivas que, disociadas de lo incómodo de sus representaciones, vuelven una y otra vez desplazadas y disfrazadas en los más variados y fastidiosos escenarios del dolor. La cura es un compromiso: un trabajo de elaboración.

El psicoanálisis desveló que el ser humano puede llegar a gozar con aquello que le hace sufrir. Lo cual, además de ser fastidioso de asumir, es difícil de entender, a menos que se contemple desde la lógica paradojal del nuevo aparato psíquico, donde aquello que resulta incómodo para una parte del sistema puede, sin embargo, ser placentero para la otra.

No en vano, Sigmund Freud descubrió que los síntomas (al igual que otras formaciones del inconsciente, como los sueños o los actos fallidos) son una solución de compromiso entre dichas “localidades” psíquicas: una transacción donde se satisfacen, a la vez, las exigencias defensivas y el deseo inconsciente.

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